Hasta el martes la gente que entraba y salía de la cadena de ropa barata de Green Wood (Londres) seguía en lo suyo. Puede que uno o dos se hayan parado, frente al muro de la tienda, a mirar la imagen de ese pibito reconcentrado en la aguja de su máquina de coser (gorrita de visera invertida), que arma banderitas inglesas con el mismo criterio fabril de esas prenditas seriadas que ellos acaban de comprar.
Puede que se hayan detenido; y puede, también, que se hayan preguntado: “¿quién dibujó esto?”. Un graffitero, obvio. Pero no cualquiera, sino uno que -pese a su reticencia a reconocer la propiedad intelectual y artística de su obra- es famoso como pocos. Es Banksy.
Eso fue el martes. Cuando ya sobre la hora del cierre, el gerente del local bajó la persiana, el graffiti de Banksy estaba allí: cosiendo sin parar (“Tarea esclava -el chico de los banderines-”, lo llaman).
El miércoles, en tanto, el panorama cambió. Esa misma pared, donde el pibe parecía condenado a quedarse, ahora lucía su ausencia que, más tarde, fue tapada con cemento. ¡Lo robaron! ¡Se robaron al chico, al dibujo, a la firma no reconocida de Banksy, y al pedazo de muro que los contenía!
Furia de los vecinos de Green Wood (los mismos que antes pasaban con su bolsita de ropa como si nada). Autoridades atónitas.
Este viernes, más novedades: una subastadora de Miami (Fine Art Auctions) anunció que ayer remataría ese pedazo de pared, con el dibujo incluido, dentro de su colección “Arte moderno, contemporáneo y callejero”. El precio estimado del pedazo de murito era de entre 500 mil y 700 mil dólares. Por supuesto, en el mismo comunicado, la casa subastadora negó que “la pieza” se haya robado, sino que pertenece a un “conocido coleccionista” que firmó un contrato para asegurar que “todo está en orden”, y que la obra salió a la venta con plenas garantías legales. ¿El precio final?: 5 millones de dólores.
Simplemente: genial (¿trágicamente, genial?). Es que el mercado parece tener todos sus engranajes tan aceitados que puede incorporar entre ellos hasta un graffiti (anónimo por esencia) que los especialistas sindican como “un” Banksy (aún cuando él no haya abierto la boca para decir: “lo hice yo”). Y, no sólo eso, sino que cotiza alto en el intercambio de estos bienes culturales... Pero, cuidado: es ‘street art’; y esta forma de construir el diálogo entre arte-sociedad-cultura tiene sus propias reglas. El anonimato, es la base.
Preparados a taladrar el muro
Entre los ‘80 y ‘90, cuando Banksy -como tantos otros artistas callejeros- sucumbió a la lluvia de los aerosoles clandestinos en los muros de las ciudades, varios teóricos -latinoamericanos, europeos y también del país del norte- comenzaron a pensar en la globalización.
Se preanunciaba el inicio del tercer milenio y sus gestos epocales: la muerte de las vanguardias artísticas, los quiebres de las fronteras geográficas y simbólicas, la desterritorialización de los contenidos, la finitud de las colecciones (puertas adentro de museos y bibliotecas), y el imperio de la “moda” como sistema de signos llamado a ‘instaurar’ las poéticas de lo efímero.
Los pensadores, excitados por explicar el fenómeno, lanzaron sus tesis. “¿Queda algo que, al menos parcialmente, no sea regido por la moda?”, nos escupió en plena cara (compungida, asustada, desorientada) el provocador Gilles Lipovetsky en su libro “El imperio de lo efímero”, jugando con las ideas del filósofo Michel Foucault -cuando se refería a la moda como un dispositivo social-; o con las de Jean Baudrillard, que sindicaba a esta última como parte la lógica díscola y lábil de la sociedad posmoderna, inmersa en el paroxismo del consumo y el crédito como base de sustento. Sin embargo, y pese a los teóricos, los artistas resistieron: sin vanguardias, sin colecciones, por fuera de la ‘moda’; incluso dentro de ella.
Algunos sucumbieron a la tentación de los dólares, sí. En las lides del ‘street art’ uno de ellos fue Thierry Guetta, que primero filmaba el trabajo de los graffiteros, y después se convirtió en uno más bajo el seudónimo de Mr. Brainwash (lo vimos en el documental “Exit through the gift shop”). La fama y los millones con los que se alzó Guetta dejaron huella en el camino del arte callejero; pero no fue Banksy, ni su ideología, a pesar de lo codiciado de su trazo. Él no abrió la boca: siguió dibujando entre las sombras. De hecho, ayer fue arrestado junto a un grupo de graffiteros, mientras realizaban sus pintadas clandestinas; y sin derecho a fianza.
La identidad re-cortada
Corrían los ‘90. Los graffiteros ya eran parte del paisaje cotidiano durante las noches oscuras; los ‘okupas’ comenzaban a insinuar sus resistencias (imprescindible leer “Amor y Anargía: La vida urgente de Soledad Rosas”, de Martín Caparrós); el Primer Mundo ensanchaba su pecho para aspirar hacia él todo el aire puro de los países periféricos; y las ciudades multitudinarias mudaban el rostro, pulcramente trabajado por el cincel de la Modernidad, para vestirse con la irreverencia de la fibra óptica, los monumentos ‘mancillados’ por las consignas de las ‘minorías’ -ya no tan silenciosas-, el smog de los autos flamantes forjados en cuotas, la lycra, los tambores roñosos de los sin nombre, el stencil en los vidrios y en las carpetas universitarias, y el aliento ajetreado de las horas de jornal para pagar los plásticos.
En ese contexto, los teóricos insistían. Y, entre ellos, los latinoamericanos (Jesús Martín-Barbero, Néstor García Canclini, y tantos) comenzaban a esbozar términos definitorios: hibridez, la “identidad como un espejo trizado”, “el grado Xerox de la cultura”. Canclini, justamente, entusiasmado con la fisonomía de estas nuevas ciudades, se aferró al graffiti como ejemplo expresivo de “un género constitucionalmente híbrido, una práctica que desde su nacimiento se ha desentendido del concepto de colección patrimonial, conformando un lugar de intersección entre lo visual y lo literario, lo oculto y lo popular”.
Sí: el rostro de la nueva época. Así lucimos hoy, entre los textos de estas ciudades transformadas; que despliegan sus discursos tejidos por palabras publicitarias y pintadas, por imágenes serigrafiadas de mujeres anoréxicas y pibitos condenados de los Banksys.
De eso habla ese trozo de muro que ahora no está: de la identidad trizada, mestiza, que atraviesa a cada rincón de nuestra gigantesca aldea. Y el hecho de que el mercado haya usado su taladro para parcerlarla y venderla (más allá de la evidente asociación con las criptas faraónicas del Egipto antiguo descansando en los salones de Londres) supone un gesto prepotente. Supone la omnipotencia de la industria.
Pero Banksy (aún si abriese su boca y aceptara los millones con que podrían sepultarlo) no está ‘a la venta’, a pesar del intento.
Es que, justamente, la identidad cultural se construye de esos fragmentos de discurso que pintan “toda” la postal: la cadena de ropa barata en la que Banksy estampó la imagen del nene explotado a destajo, los caminantes que miran con su bolsa de compras en mano, el perro que deja su huella al lado del último trazo. Eso somos hoy, todo eso, todo junto.
De nada sirve morder un pedazo de muro y venderlo en el mercado. Quien lo compre no tendrá entre sus manos una obra (porque el autor no la pensó así, está incompleta). Quien la compre no tendrá en sus manos la densidad identitaria de Green Wood (o Nairobi o Mendoza) que le dan el valor, y el sentido, a Bansky y su dibujo. El que la compre sólo tendrá, por un gran puñado de dólares, un pedazo de pared con un dibujo en él: un dibujo muerto, sin contexto, ni procedencia.