Caímos nosotros. Y luego la educación

Quizá entonces no lo veíamos tan claro, pero que codo a codo, en los mismos pupitres, convivieran el hijo/a del profesional, del desocupado y del empresario fue una especie de triunfo de un sistema, de una idea de país que, con el tiempo, se fue diluyendo

Por Leo Rearte - Editor de Sección Estilo y suplemento Cultura

La nada feliz frase “caer en la educación pública” nos hace dar cuenta en qué la convertimos. O peor aún, ofrece la sensación de que no queremos que cambie ese “status” de “cosa en la que hay que caer porque no hay otra”. Penoso panorama.

Nuestro país fue parido por la educación gratuita, libre y abierta. El guardapolvo blanco fue nuestro orgullo. Fue el símbolo de lo que éramos capaces de lograr como sociedad. Quizá entonces no lo veíamos tan claro pero que codo a codo, en los mismos pupitres, convivieran el hijo/a del profesional, del desocupado y del empresario fue una especie de triunfo de un sistema, de una idea de país que con el tiempo se fue diluyendo como lágrimas entre la lluvia.

No sólo eso, muchos pibes de clase media y media baja, gracias a la gratuidad de la formación, dábamos por hecho que dependía de nosotros terminar con el título entre las manos. Poner la placa de licenciado o ingeniero en la puerta de casa, no fue una rareza para gran parte de la población argentina, como sí lo fue para la mayoría de nuestros vecinos en el continente.

El guardapolvo blanco, no la chomba con el escudito de escuela tipo yanquee, fue nuestro emblema porque no sólo significaba el ingreso a un mundo donde todos (mientras duraba la clase) éramos iguales, sino también el pasaporte a un universo de oportunidades. Es cierto que la educación cambió porque nuestra sociedad cambió.

La verdadera grieta no es la de k y afines versus macristas y afines. La verdadera grieta que zanja nuestro país es entre los que están dentro y aquellos que se están quedando fuera. Sus hijos, antes, podían convivir en una misma aula. Hoy, entre ellos, hay un abismo.

Pero, ¿por qué muchos de los que nos formamos en la escuela pública, y seguimos gritando a los cuatro vientos que la educación debe seguir siendo para todos, gratuita y libre, optamos por enviar a nuestros chicos a una privada? Esta mañana me topé con un tuit de Juan José Campanella que decía: “No me cuentes que hace 30 ó 40 años fuiste a una buena escuela pública, famoso. Contame por qué hoy mandás a tu hijo a una privada”. Es difícil decirlo, pero la razón vendría a ser la misma por la que nuestros padres optaron, ayer, por las estatales: porque se busca lo mejor para los chicos. Y, como país, hemos permitido que las escuelas públicas retrocedan. Y nosotros, como país, retrocedimos los mismos casilleros.

No nos lleva a ningún lado el debate educación pública vs. educación privada porque, en el fondo, si somos justos, el verdadero y triste panorama es educación pobre vs. la que no lo es (o no lo es tanto). Es una discriminación real que existe entre los dos tipos de instituciones. Y no me refiero al simple hecho de que mucha gente discrimine las escuelas del Estado por el “tipo de gente que asiste” a ella. O por el “tipo” de barrio en el que está (Se menosprecia a las escuelas pobres, no a las públicas per se).

Porque los colegios de la Universidad Nacional de Cuyo siguen siendo públicos, por ejemplo, y la demanda de banco allí no deja de crecer. Porque vivimos en una sociedad que sigue discriminando y se sigue encerrando en círculos, y que se escucha diciendo frases como “esa escuela tiene re buen ambiente” y aquella otra no. ¡Cómo nos gustan los eufemismos! ¿Qué es buen ambiente? ¿Qué, acaso usan Poett en las salas? ¿Qué, contratan a decoradores de interiores? “Buen ambiente”, desgraciadamente, vendría a significar que va “gente como uno”. Un asco. Una realidad.

Digo, no me refiero a cómo muchos “tiran a menos” a las escuelas del Estado por prejuicios clasistas (que los hay), sino que me refiero a que el propio Estado discrimina a sus establecimientos. Y aquí es cuando entra en juego la hipocresía de las políticas públicas: si realmente querés que tu población tenga acceso a una educación de calidad, tenés que equiparar los recursos de las escuelas del Estado con los de las privadas. Tenés que reconstruir la idea de que no hay mejor opción que la enseñanza pública; que vuelva a ser la que tenga mejores planteles de educadores y mejor pagos; que sea más exigente la estatal que la rentada; que sea tan contenedora e igualitaria, que brinde aquel mensaje que hace tiempo dejamos de dar como sociedad. El mensaje de que las grietas están para ser cerradas.

Y, por supuesto, si querés tener una enseñanza de calidad, tenés que dejar de tener maestros pobres. Aquí, en nuestro querido país, las pagas a los docentes son de chiste. Los señores papás -mayormente- se sienten con más autoridad que quien está frente al aula, y vuela la sensación y el descrédito social de que “fuiste profesor porque no te quedó otra”. Es fácil: en los países que están al tope de la prueba Pisa -la evaluación mundial de educación- ser maestro es un honor. Allí ganan más que un odontólogo o un ingeniero. Sea de la pública o de la privada.

Todo lo demás es hipocresía.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA