Antonio Di Benedetto, papeles bajo la lupa

Se cumplen 30 años de la muerte del gran escritor mendocino y 60 de la publicación de su novela más celebrada, “Zama”. Se reparten homenajes en todo el país para honrar la obra de un hombre que se adelantó a su tiempo, sufrió en carne propia el secuestro

Es un año redondo: publicó “Zama” en 1956, lo secuestraron un 24 de marzo de 1976, murió el 10 de octubre de 1986. Se cumplen, pues, 60 años de su novela fundamental; 40 de su infierno y 30 de esa muerte puntual sobre la que había pedido: “No llanto sino reflexión”.

Cada vez que se cumple alguna fecha con Di Benedetto brotan los testimonios, los “amigos”, esa especie de manoseo biográfico que es funcional al olvido.

Pero hay datos que puden servir como diagrama, claro. Nació el Día de los Muertos (2 de noviembre del ‘22) y le encantaba decirlo. Amaba el modo en que su madre (brasileña de ascendencia italiana) contaba las peripecias familiares. Empezó, con oído, tratando de imitarla. Conoció el silencio a los 10 años, tras la muerte del padre que atravesó como un agujero negro. Trató de escapar de la tristeza leyendo. En el secundario, formó la Logia del Patai Santo para vengar injusticias. Empezó escribiendo una columna de cine. Se hizo periodista. Abogacía dejó. Viajó al festival de Cannes, a Berlín.

Cuando lo interrogaban los militares, le apuntaban por ahí, su supuesta conexión internacional. No era peronista. Al contrario. “Un antiperonismo estilo borgeano”, diría. Pero igual se lo llevaron. “Un momento...para algunas preguntas...” Y fueron 19 meses de humillación, de golpes en la cabeza, cuatro simulacros de fusilamiento. Adentro, como le rompían todos los papeles, escribió cuentos en pedacitos que deslizaba como cartas a una visitante, la escultora amiga Adelma Petroni. Ella luego contó: “Me mandaba cartas donde me decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto del cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos”.

Y en ese libro también está la visión de la América zamariana, el hueso: sujetos desarraigados, fantoches deudores de una historia antigua que les aniquila el presente y los condena a un deseo sin futuro.

Sujetos errantes

En palabras de Jimena Néspolo, el territorio literario de Di Benedetto está “signado por sujetos errantes, innominados las más de las veces, que se desplazan por razones absurdas en espacios reducidos o abiertos –lo mismo da, porque siempre son vividos como asfixiantes–, la escritura se presenta como un intento por recuperar el tiempo en estado puro. Y ese ejercicio de recuperación sólo puede practicarse observando las huellas que el tiempo y el espacio dejan en la lengua, como las cicatrices imborrables de una rebelión imposible”.

Recordemos: la novela se ambienta en el siglo XVIII, en tierras paraguayas (aunque en la novela no aparezca el nombre del lugar donde se desarrolla la historia). Su personaje central, Diego de Zama, es un funcionario real que es trasladado a Paraguay, a la espera de un nombramiento de la Corona que lo lleve a otra ciudad de “mayor prestigio” (Buenos Aires, Lima o Madrid). La espera y la soledad del hombre se convertirían en el eje del relato.

Esa dolorosa desidia va carcomiendo la misma existencia del personaje principal como ser humano, mostrando su perfil despreciable, que abusa del poder, de las mujeres, de sus subordinados, mientras sigue esperando la llegada del barco que traiga finalmente la tan deseada orden de traslado a otra ciudad mayor.

Según Julio Cortázar, Di Benedetto pertenecía a “esos raros y preciosos autores para quienes la imaginación se da, por decirlo así, hacia atrás en el tiempo, como Karen Blixen, como Isaak Dinesen, como para insinuar con el doble nombre esa metempsicosis al revés, esa instalación tan natural y perfecta en un tiempo dejado atrás por la historia y por la literatura”.

Ahora, una serie de homenajes buscan zanjar el olvido y aportar nuevas lecturas sobre su obra. Aquí, en el epicentro de su absurdo.

Cristina Lucero: "Tenía una serena melancolía"

Cristina Lucero, hermana de Graciela Lucero, quien fue su última pareja en Buenos Aires, entre 1984 y 1986, transmite una aproximación intimista al hombre de letras.

Ella dice: “Conocí a Antonio a través de mi hermana Graciela…Después de todo lo ocurrido en su vida, a los 62 años (1984) mostraba calidez, inteligencia, un irónico sentido del humor y serena melancolía, en conversaciones para recordar. Con Graciela tenían una vida social activa: participó en talleres literarios como invitado, daba charlas en universidades, como en las de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires,  concedía entrevistas. Esa era la vida cotidiana que desconocían los amigos, quienes al encontrarlo ocasionalmente se impactaban al ver su temprano envejecimiento y lento caminar. “Su ánimo fluctuaba entre sostener que 'si está ella cerca de mí será una vida venturosa y enamorada', como escribió en una esquela que conservo,  al comentario vertido en la entrevista de Jorge Halperín en Clarín (1985). Allí cuenta:  'Siento una gran frustración. Lentamente estoy volviendo al exilio porque no han ido bien las cosas…”

La relación entre periodismo y literatura

En el ya citado reportaje que Jorge Halperín le hizo a ADB en 1985, hay una explicación sobre la relación entre el periodismo y la literaria, actividades intensamente desarrolladas por el cuentista. El cronista le había preguntado si había un abismo entre las dos tareas. Antonio respondió.

“No, al contrario. El ejercicio del periodismo da una agilidad expresiva y una capacidad de síntesis muy diestra en saber distinguir lo principal de lo secundario. Eso es muy valioso para un escritor. Pero más importante todavía me resultó lo dijo un escritor, creo que John Steinbeck, sobre su aprendizaje en el periodismo y la fluidez que le había dado para describir la vida y los personajes en la literatura… Contó que había sido cartero por muchos años y lo echaron porque le resultaba irresistible violar la correspondencia buscando historias que excitaran su imaginación de escribir”.

El día que Antonio me retó en mi casa

Miguel Títiro - mtitiro@losandes.com.ar

Eran los comienzos de 1970. Por entonces me desempeñaba como colaborador del matutino en Luján de Cuyo, labor que fui invitado a cumplir por el entonces jefe de Noticias, Jorge E. Oviedo, con los años director. Di Benedetto era ya subdirector y desde hace 2 años había iniciado una profunda transformación del matutino, y en el marco de esas reformas, había decidido visitar las corresponsalías del diario para ver cómo trabajaban y cómo se podía mejorar sus servicios.

Llegó a mi casa, en Luján, junto con el entonces jefe de Departamentales, Roberto Muñoz Lemme, ya fallecido. Los tres charlamos en el living de la vivienda de mis padres, en calle 20 de Setiembre, y al parecer, intimidado por la importancia del visitante, yo contestaba con un escueto: “Sí, señor…” a lo que él me planteaba. Con la leve sonrisa que lo caracterizaba, y tono medido, me recriminó: “No me diga si a todo lo que le expreso, usted puede hacer sus propios aportes”. La charla se encauzó, dejó sus observaciones sobre los lineamientos de la tarea periodística que debía realizarse desde un pueblo, y se alejó con Roberto hacia otra delegación, sin tocar la tasa de café que mi mamá le había servido.

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