Ante la abrumadora realidad de nuestras cárceles 

Desde hace muchos años la sociedad argentina sufre y reclama ante un mal que afecta a nuestro sistema judicial y penitenciario, que ya resulta crónico: el de la llamada “puerta giratoria” que atraviesan los autores de delitos, sin quedar detenidos. Inquieta y muchas veces sobrepasada, la población suele reclamar más policía en las calles y más delincuentes en prisión. Y aunque se trata de un reclamo hecho en pos de su legítimo derecho a vivir con tranquilidad, esta petición a sus autoridades no tiene en cuenta una triste realidad: las unidades carcelarias están superpobladas, algo que agrava sobremanera el acuciante problema de seguridad que enfrenta todo el país.

El drama del hacinamiento carcelario

Las cifras son abrumadoras. Según datos oficiales de 2014, los últimos disponibles, en la Argentina vivían tras las rejas poco más de 69 mil personas, al tiempo que se estimaba en alrededor de 50 mil quienes estaban en condición de prófugos. Sólo en la provincia de Buenos Aires, la superpoblación de internos es hoy cercana a las 9 mil personas. Más de 2.200 ingresan al sistema anualmente, mientras que por año son liberados 600 internos, con lo cual cada año se suman 1.600 más. No se trata de ser alarmistas pero, según estos datos, el sistema carcelario de nuestro país está al borde de una implosión.

Ante esta realidad terrible se tuvo que declarar la “emergencia” en la materia, pero sería bueno, por lo menos una vez, poner el caballo delante del carro. Resulta utópico demandar al Congreso medidas que establezcan una mayor rigurosidad en materia de excarcelación, o de agravamientos de penas o de reducir la edad de la imputabilidad, si después no tenemos dónde alojar a los presos, o mucho peor, lo hacemos en lugares donde el hacinamiento es el caldo de cultivo para la reincidencia. ¿De qué sirve poner en funcionamiento la maquinaria policial y judicial si en definitiva, cuando se detiene a una persona, no hay dónde ubicarla?

No se trata, por cierto, de un problema exclusivamente argentino. Sería bueno recordar el comentario que el ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, formulara a un grupo de dirigentes de distintos países que lo consultaron sobre cómo hacer frente a este tipo de situaciones. “Si un país decreta la emergencia de seguridad, sin hacer nada, sin cambiar nada, den por sentado que las cosas van a seguir igual”. Y para no quedarse en “puras declaraciones marketineras”, enfatizó que es necesario priorizar la asignación de recursos y, si estos son escasos, como suele ocurrir, se deben buscar soluciones más rápidas y efectivas.

Soluciones a largo y a corto plazo

Para empezar, creo que las soluciones deberían implementarse desde dos vértices y en forma simultánea: encarar políticas de Estado que, atendiendo a la complejidad de los temas involucrados, contribuyan efectivamente a disminuir el delito; al mismo tiempo, construir las unidades que, desde hace ya mucho tiempo, están faltando para alojar, de manera segura y sana como establece el precepto constitucional, a la población carcelaria que ya desborda las instalaciones existentes.

Pero ambas medidas demandarán mucho tiempo; entonces: ¿qué hacemos entre tanto? Estoy convencido de que hay que implementar las medidas posibles en lo inmediato, que permitan ir remontando la emergencia, hasta que estemos en condiciones de alcanzar la solución ideal o de fondo. El principal objetivo sería que los autores de delitos fueran detenidos, pero al mismo tiempo hay que proveerles lugares dignos, algo “justo y necesario”.

A pesar de lo que muchos creen, esa infraestructura ya existe. A lo largo y ancho del país, las Fuerzas Armadas, al igual que reparticiones nacionales, provinciales y municipales, cuentan con instalaciones totalmente ociosas, las que mediante un acondicionamiento adecuado podrían convertirse en unidades carcelarias y en institutos de menores. Si queremos que quienes delinquieron algún día se reincorporen a la sociedad, debemos alejarlos de las inclemencias del hacinamiento y, al mismo tiempo, brindarles estudios y enseñarles algún tipo de trabajo.

Para la concreción del proyecto habría que recabar la opinión de los respectivos Estados Mayores y solicitar la participación de los cuerpos de ingenieros de las Fuerzas Armadas. De esta manera se podrá precisar qué inmuebles están disponibles, tomando en cuenta las modificaciones edilicias necesarias para su adecuación como cárceles “sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”, tal como establece el artículo 18 de nuestra Constitución.

Un plan de contingencia posible

Estudios realizados señalan que el trabajo, en su totalidad y previa licitación, podría completarse en un tiempo razonable (entre cinco y seis meses) y a un costo que rondaría, aproximadamente, el 20% de lo presupuestado para hacer edificios nuevos. Una vez finalizadas las obras, se podría dar albergue a unos 5 mil reclusos, casi el 10% de los presos a nivel nacional. A estos edificios reacondicionados se deberían destinar los detenidos de menor riesgo y quienes estén a punto de recuperar la libertad, mientras que la población de mayor riesgo continuaría dentro de los establecimientos hoy existentes.

Quiero recalcar: se trata de un plan de contingencia para dar respuesta de manera urgente a un problema que nos afecta a todos. Está claro que las soluciones de fondo requerirán de otras medidas, con políticas públicas que demandarán mayores recursos y plazos más largos para su concreción y para dar los resultados deseados.

Dejo el debate abierto. Si nos quedamos en la mera declaración de la “emergencia de seguridad” y no avanzamos en las decisiones políticas, sólo estaremos permitiendo que las cosas sigan igual, es decir, empeorando día a día.

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.

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