Antártida: encierro de hielo

Federico Bianchini relata su experiencia en el Continente Blanco. Inhóspito y adverso como un viaje al espacio.

La Antártida es un continente dedicado a la paz y a la ciencia y el último en haber sido descubierto. Es una tierra que no sabe de llaves, ni tampoco de armas. En sus nieves eternas no hay calles, ni hay autos.

"Allí termina todo y no termina: allí comienza todo" reza el poema que le dedicó Pablo Neruda a este lugar -tan magnético como lejano- y que la gran mayoría sólo hemos visto en un mapa.

"El lunes 2 de febrero de 2014, a ocho cuadras del Obelisco, un prefecto de civil fuma en la calle mientras espera. En Buenos Aires aún no amanece. La brasa del cigarrillo relumbra poderosa. Un rato más tarde llegan otros: científicos y militares. Estamos en la puerta de un edificio donde funcionaba la Dirección Nacional Antártica (DNA), para viajar a la base Doctor Alejandro Carlini, una de las siete bases permanentes de las trece argentinas que hay en la Antártida: la que concentra el trabajo científico.

Allí, durante el verano, entre 50 y 60 biólogos, geólogos, glaciólogos e ingenieros desarrollan estudios relacionados con la flora, la fauna y los cambios en el clima. No nos conocemos. El silencio entre nosotros aparece como algo natural. El micro se detiene a metros de donde estamos y el conductor baja. Varios llevan un gran bolso militar. Yo tengo dos valijas: en una, sólo entraron las botas y una campera.

En la otra llevo el resto de la ropa. Las meto en la bodega, subo y espero. Poco después, el micro se pone en marcha hacia la base de la Fuerza Aérea de Palomar. Al llegar, bajamos y dejamos los bolsos en una suerte de sala de espera. Una mujer vestida con uniforme militar nos dice que nos acomodemos, que en un rato vamos a salir?

¿No nos dan un pasaje, un papelito? ¿Nada? pregunta alguien acostumbrado a los vuelos comerciales. Pero acá no hay fecha ni horario de partida. Hace unos días nos dijeron que saldríamos el 25 de enero; avisaron que preparáramos el bolso y estuviéramos atentos al celular. Pero después el llamado no llegó y el vuelo se postergó una semana más."

Así comienza el libro de Federico Bianchini quien en febrero de 2014 viajó a la Antártida para escribir un artículo sobre el trabajo que realizan los científicos en una de las trece bases  que tiene nuestro país allá, en lo blanco.

Su experiencia se plasmó en las páginas de  'Antártida 25 días encerrado en el hielo' editado hace unos meses en la colección Mirada crónica de Tusquets, y que previamente había ganado la beca Michael Jacobs de crónica viajera, otorgada cada año por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Este febrero decidimos encararlo desde este relato apasionante. ¿Vamos?

El encierro

"Llegar a la Antártida es más difícil de lo que podría suponerse (. …) Para poder hacerlo tiene que abrirse una 'ventana climática', un espacio imaginario, sin vientos de huracán ni tormentas furiosas. Un espacio tan conceptual como físico: un agujero entre las nubes, una nada descubierta de niebla" dice Bianchini, y agrega "esa ventana es tan impredecible cuando se abre, como cuando se cierra".

El plan inicial era permanecer diez días. Tras 48 horas le dieron a elegir: volver al día siguiente o esperar dos meses. Él eligió la primera opción, pero la ventana climática no se abrió ese día, ni el próximo, ni tampoco el siguiente. Federico aprendía una de las primeras lecciones de este territorio austral: el estado meteorológico tiene siempre la última palabra. Él decide, él permite, él da las órdenes.

"El clima es una imposición incuestionable. Si hay temporal o nieve o viento demasiado fuerte, se espera (. . .) la ansiedad no aleja a las tormentas" describe, y sabemos que de esa experiencia se desprendió su libro, al  que el lector devora de un tirón.

El sueño de conocer la Antártida lo había acompañado a Federico desde chico: "La génesis del deseo nació cuando mi abuelo me contaba que un amigo había ido y cuando tenía ganas de contar cómo eran los paisajes que había visto, no sabía cómo hacerlo o le faltaban las palabras. Luego, a medida que fui creciendo, algunas lecturas, videos y comentarios de este lugar tan inaccesible, fueron alimentando las ganas de  llegar" cuenta durante su entrevista con Los Andes.

En 2010 Bianchini pasó cinco días en el Cerro Tronador,en Río Negro,entrenando con los militares que viajarían al inhóspito continente. El sueño coqueteaba con hacerse realidad, sin embargo, pasarían más años para ponerle el asterisco de meta cumplida.

Durante el verano, la base Alejandro Carlini vive sus días más ajetreados, con alrededor de cincuenta científicos que llegan cada año a estudiar los temas más dispares. Desde el vómito de los pingüinos, hasta la relación entre los hábitos migratorios del skua y su comida.

"Después de marzo, el agua se congela y no se puede entrar ni salir. Los veinticinco militares y el civil que pasan el invierno aquí tienen que procurarse todo lo necesario para sobrevivir y no caer en la abulia". En una calurosa siesta de verano, que dista de las bajas temperaturas antárticas, hablamos con Federico Bianchini y retomamos su aventura.

¿Cómo era tu imagen mental y que fue lo que finalmente te encontraste en la Antártida?

No sé si me había imaginado con qué me iba a encontrar. Sé -definitivamente- que me sorprendió mucho. El impacto que te provoca todo ese paisaje es impresionante. Es muy difícil fantasear con un sitio así donde el viento te sostiene si te caés, donde el blanco y el negro se combinan de una forma que te deja totalmente alelado. Encandila el estado al natural, en el sentido puro del concepto.

Es un lugar virgen, de hecho, los pingüinos y los animales se te acercan y te tratan de ver, porque no saben qué es lo que sos, no están acostumbrados al contacto con humanos. Creo que todo eso combinado fue algo que me sorprendió gratamente.

Muchas veces cuando hacíamos caminatas largas -día tras día- en algún momento el cansancio me ganaba y pensaba: pero ¿En qué momento voy a volver a este lugar? Por tanto seguía caminando, nada importaba.

Otra sorpresa fue el trato entre la gente. Es como si todo el mundo se conociera desde hace mucho,  de alguna manera es una simulación necesaria para poder vivir en ese extremo, donde sabés que si el clima cambia o si te equivocás en algo mínimo, puede significar una tragedia.

En el libro describís muchas historias de tus compañeros ¿Cuál fue la que más te impactó?

Una de ellas es la del buzo con la foca (el hombre pensó que esa foca leopardo lo iba a matar bajo del agua); la de un científico, Emiliano Depino, que estaba grabando los sonidos de los animales o la historia de Ramón Conde, que pasó un año en la Antártida alejado de su familia.

La idea fue que cada relato pudiera reflejar -de algún modo- un aspecto mínimo de la Antártida, para que todos juntas formaran una especie de rompecabezas que tuviera un sentido general.

¿Cómo se combina el mundo militar y el científico?

La convivencia es muy buena.  Los científicos saben que sin la logística de los militares, no podrían hacer nada. Los militares saben que el trabajo científico es muy importante también para lo que ellos están haciendo. Te puedo poner el ejemplo de los buzos o los cocineros.

Los de ciencia afirman que no podrían  hacer su trabajo si no tuvieran la cabeza absolutamente despejada y  resueltos los temas de la comida, de la ropa, del traslado, de la energía, del agua. La historia de López Dale, el joven médico mendocino que salvó la vida de su jefe, la incluí porque me parece que refleja, de alguna manera, hasta qué punto es importante la solidaridad en un lugar tan extremo.

¿Qué fue lo más difícil de tu estadía y qué, lo que más te gustó?

Lo que me resultó más difícil, fue soportar la frustración de no saber cuándo volver. Si desde el principio me hubieran dicho que me quedaba un mes, hubiera estado mucho más tranquilo.

Lo que más me gustó -más allá de los paisajes- fue la experiencia y el hecho de poder conocer este sitio al que tenía ganas de ir desde hacía  tiempo. También la gente, conocer lo que hacían y la pasión que le ponen.

El libro da la sensación de que fuera un viaje al espacio. . .

Sí, totalmente. De hecho cuando volví y charlaba con el psicólogo (que entrevista previamente a los que viajan) me decía que la persona que va a la Antártida se tiene que dar cuenta que es como entrar a un armario, cerrar con llave y tirar la llave afuera. Hay una cuestión de encierro a la que nosotros no estamos acostumbrados y por eso se puede hacer una analogía con el espacio.

En especial en invierno, cuando las condiciones son muchísimo más agrestes y no hay chances de entrar ni de salir, se vive el aislamiento.

Es cierto que hay una comunicación con el afuera, pero el afuera -si bien geográficamente está mucho más cercano que quienes viajan al espacio- conceptualmente está tan lejano como el mundo para un astronauta, porque hay una barrera infranqueable que es ese mar de hielo que se endurece y que no se puede atravesar.

El tiempo asienta determinados recuerdos o imágenes ¿Cuáles son en tu caso?

Los paisajes: caminar por ahí con la nieve hasta las rodillas y subir a una especie de monte, mirar y ver el mar totalmente azul, de un azul intenso, lapislázuli y ver unos pequeños bloques de hielo detenidos, pese al viento impresionante que nos movía a nosotros.  Son postales que recogí y que quedan en la mente.

¿Qué cambió en vos después de esa experiencia?

Cambió mucho más de lo que pensé. Por ejemplo, hace poco me di cuenta que desde que volví de la Antártida, tardo menos de un minuto y medio en bañarme.

Tiene que ver con que allá  el agua no solamente es un recurso que se agota -si bien la Antártida es el reservorio de agua dulce más importante del mundo- sino de que hay una persona con nombre y apellido que se encarga de proveértela para que vos te bañes.

¡No podés estar diez minutos en la ducha! También conseguí un aprecio distinto hacia a la naturaleza. En la ciudad uno no está tan acostumbrado a que la naturaleza te imponga cosas. Quizá sí en el caso de la muerte de un amigo o un familiar. Pero en la Antártida eso pasa todo el tiempo, es una imposición.

En la ciudad se buscan alternativas para realizar algo que queremos hacer y frente a lo cual surgen obstáculos. Allá, si no se puede hacer algo, no se puede. Y es definitivo.

¿Volverías?

¡Sí! ¡Me encantaría! Quizá a alguna otra base, la Argentina tiene muchas y es muy distinto el trabajo que se hace en cada una de ellas. En algunas hay familias enteras, con chicos inclusive. No sé si me quedaría un año, para eso hay que ser que ser una persona muy especial.

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