Andrés Llugany: “La realidad no tiene por qué ser un impedimento”

El cineasta, escritor e historietista Andrés Llugany nos lleva de viaje por su biografía artística y personal, atravesando los espejos de la imaginación y la memoria. “Hay que vivir como el Doctor Who, sin jefes, sin rendirle cuentas a nadie más que a uno

A mí me gustaría que quien me cierre los ojos al final del camino pueda recordar las primeras cosas que yo recuerdo, pocas, difusas, perdidas en la lejanía del tiempo: el puente que une Neuquén con Cipolletti, la locomotora oxidada que había en la plaza de mi barrio (¿o era más lejos...?), la oficina de mi papá en la central hidroeléctrica (había un zumbido permanente, y otra sala llena de botones de colores...), las historietas del hombre-araña que me prestaba mi amigo Emilio, o los playmóbiles con casco y moto de policía que no me prestaba mi vecino cuyo-nombre-ya-se-ha-ido...

Quizás esa persona, que me pondrá mi última vestimenta, pueda recordar conmigo los largos momentos frente a la TV, hipnotizado por dibujos, series, películas... O viajar conmigo más lejos en la memoria, hasta donde ya casi no queda nada, sólo sombras claras moviéndose, y responderme qué era ese muelle, ya casi desaparecido en la nebulosa...

Ese entramado de maderas que se adentraban en un lago, creo... Una vez le pregunté a Lorenzo, el amigo de mi papá, pero no supo responderme...

En mi mente sigue pareciendo un muelle, pero ya no sé.

Luego, mientras me acomoda en mi linda caja oblonga, esa persona podría recordar cuando empecé el secundario en la Escuela de Bellas Artes. Aquel fue el año experimental donde una computadora nos indicaba qué secundario nos correspondía a cada uno. Ahora lo pienso y suena gracioso.

Mi mamá tuvo que luchar contra la computadora (como en “Superman 3”) para que yo entrara a Bellas Artes y no a una Escuela Técnica cuyo-nombre-nunca-retuve. Fue una buena época, los 6 años que duró, y pasaríamos un momento agradable rememorándola.

Doble turno, amasar arcilla, atar con alambres, pasar la gubia (y, por supuesto, rajarme el dedo), mezclar los óleos (esto no me gustaba tanto), y dibujar y dibujar y dibujar.

Mientras tanto, más tarde o más temprano, comencé a darme cuenta de que mi función en la vida era contar historias, algo que ya venía haciendo hacía tiempo de manera intuitiva. Entonces, fue sólo comenzar a explorar y delimitar los diferentes espacios de expresión que me iban a permitir llevar historias al mundo.

El dibujo se consolidó en historieta, la palabra en cuento, y los torpes movimientos de mis dedos en el piano fueron sencillas composiciones que así dejaban de rebotar en mi mente. Fue aburrido cursar 4 años de piano, ¡pero vaya que me fue útil después!

Luego, lentamente, desde las sombras de una sala (que bien podría haber sido la del Microcine Municipal) apareció un nuevo canal de expresión. Era el cine, por supuesto.

Así que entré en la Escuela de Cine a explorar ese nuevo espacio. Y empezó otra vida, otra forma de construir universos e historias.

Sí, ojalá se quedara un rato junto a mí, mientras descanso (el camino ha sido largo), y recordara conmigo todos aquellos momentos de creación con mis amigos del arte y del cine. En mi mente son todos jóvenes, todos enérgicos y risueños...

Es un buen refugio la mente. Si lo que necesitamos no existió, ella lo inventa. Pero otras veces hace desaparecer imágenes (reales o no) que uno querría recordar, y entonces queda un espacio vacío e inexplicable.

Claro que sí. Me sentiría muy dichoso si, quien atornille la tapa de mi caja, pudiera recordarme (por si yo lo he olvidado... ah... ese espacio vacío e inexplicable...) los rostros de quienes estuvieron cerca, y de quienes fui aprendiendo y disfrutando diferentes cosas.

Aquel muchacho que dibujaba tan bonito, o aquel otro que no bajaba la vista ante el reto, aquel señor temblón medio pelirrojo, o el otro, que también temblaba, y que sabía cómo usar correctamente el poder que tenía; o la chica del triángulo de pecas, o la otra, que reía y el sol brillaba, o aquella que miraba desde un abismo insondable, mientras luchaba contra el mundo.

O quizás pudiera recordarme al señor alto y flaco, que no seguía ninguna regla, o al amigo que me socorrió una noche, o al hombretón de barba que siempre tendía la mano.

Y también, mientras esta persona apaga las velas, podría yo meditar (¿por qué no?) acerca de aquellas historias que iban saliendo de mí.

Cada una acomodada al medio de expresión que le correspondía (historieta, cuento, cine...) pero todas vinculadas por algo común: “la realidad no tiene por qué ser un impedimento”.

Podemos ser superhéroes, podemos volar, podemos matar y comer tripas, podemos ir al infierno y volver, podemos viajar por el espacio y el tiempo, podemos hablar con animales, podemos ser campeones de ajedrez, podemos atrapar monstruos, y podemos ser monstruos que nunca van a atrapar...

El asunto siempre ha sido no dejar morir esos mundos en el fondo de la imaginación y encauzarlos por el camino correcto, como hace un padre con sus hijos, ¿o no?

Y ser sincero con lo que uno es, claro. No se debe hablar de algo que no existe en nuestro interior. La hipocresía y la falsedad son herramientas del mediocre. Y la mediocridad amenaza en cada recodo del camino, con la forma y el olor apestoso de la vanidad y el dinero.

Supongo que esas son las cosas que pensaría a medida que esta persona (que me cerró los ojos, que me vistió, que me acostó, que atornilló mi tapa y que apagó las velas...) hiciera descender mi lecho en el hoyo infinito.

No hay nada de qué preocuparse, querría decirle...

Estoy solo ahora, pero no es un problema la soledad. Ahí está, sino, como un ejemplo inmortal, el Doctor Who. El héroe solitario, atravesando múltiples vidas con pasión y honestidad hacia sí mismo, haciendo amigos por el camino pero sin resignar su individualismo, enfrentando miedos e inseguridades, pero siempre hacia adelante, siempre hacia adelante.

Hay que vivir como el Doctor Who, querría decirle... Sin jefes, sin rendirle cuentas a nadie más que a uno mismo, sin temer juicios, derrotas o rechazos. Así viví, y ahora duermo satisfecho.

Sin embargo, sí me gustaría que aquella persona me acompañara en un último pensamiento. Hay un puente que debo cruzar, y no quisiera cruzarlo solo. Podremos ir en mi locomotora oxidada, sentados cómodamente en la cabina de botones de colores, arrullados por el suave zumbido del motor. Los pasajeros son todos playmóbiles, los veo por las ventanillas, sonrientes, mirándome...

Allá está el puente, hay que cruzarlo y viajar más lejos aún... ¡Siempre hacia adelante!

Y no sé lo que haya al final del camino, compañero, pero espero encontrar un muelle...

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