Tiene 66 años, un desarrollo mental de 3 y una vida demasiado difícil como para menospreciar el hecho de poder contarla. Llegó al Valle de Uco con una cuadrilla de trabajadores de Tucumán. Estuvo deambulando por distintas fincas que le prestaron un sitio donde vivir. En los más de 20 años que lleva en Mendoza, nunca apareció un familiar buscándolo, pero siempre contó con la ayuda incondicional de Mafalda. Ahora, en plena vejez, la tupungatina lo "adoptó" como hijo para devolverle el hogar que perdió.
"La mami (así le llama) me compra las pinturas y otro tanto me dan en la escuela", comenta Salvador Agosta, mientras abandona el ritual diario de cebar mates para ir en busca de sus cuadernos. Con amplia sonrisa, muestra sus ?deberes', una serie de trabajos propios de la etapa de aprestamiento.
En realidad, lo que toma por colegio es el taller Yantén, un espacio de socialización que lleva adelante el área de Salud Mental del hospital Las Heras en Tupungato. Allí lo lleva la mujer dos tardes por semana. Llega con su mochila y con los útiles que cuida con esmero. Se trata de un taller de artes y manualidades, pero él se siente orgulloso de ser un alumno con asistencia y conducta excelente. Cada tanto le pide a su "mamá" que revise y firme sus cuadernos.
"Tiene mucha voluntad y siempre está dispuesto a ayudar con la casa", destaca Mafalda Giaquinta respecto del hombre que bien podría ser su padre. La inspectora municipal asumió esta poco común maternidad después de haber criado a sus tres hijos, hoy ya mayores. Ahora también lo inscribió en la sede Manuelito de Cachypum en Tupungato.
Los documentos judiciales hablan de un "retraso mental" y "deterioro del comportamiento". Los psiquiatras aseguran que Salvador debió nacer con esta patología, pero ninguno especificó el nivel de desarrollo alcanzado. Algunos sostienen que tiene la cognición de un niño de 3 ó 4 años.
Por esta situación y la vulnerabilidad que presenta frente a personas de su misma edad cronológica, es que los profesionales desalentaron a Mafalda cuando -al comienzo- inició las gestiones para ubicarlo en el asilo municipal.
Un largo viaje
"Menos mal que tenía el carnecito", acota Salvador, señalando el bolsillo de la camisa. Sucede que su enorme DNI lo salvó en más de una oportunidad de ser llevado por la Policía, cuando iba de finca en finca sin rumbo fijo. Luego, ya más arraigado, le permitió gestionar en el Estado una módica pensión, con la que conseguía lo justo para comer.
Mafalda cree que debió llegar a Mendoza hace más de 20 años. Dejó su casa en Tucumán y viajó con una cuadrilla de trabajadores golondrina. En su media lengua, explica que estuvo en El Cepillo, antes de llegar a Tupungato. Giaquinta, que vive en una zona rural del distrito La Arboleda, lo conoció en tiempos de cosecha en una finca vecina. Recuerda que lo defendía de las burlas de los cosechadores.
Cuando los dueños del lugar se enfermaron y él tenía que dejar la piecita que le prestaban, Mafalda decidió darle un refugio en su propiedad. Era uno más entre sus hijos. Pero algunos familiares temieron por esta "presencia ajena" y le colocaron una denuncia en el Juzgado. Allí todos estaban al tanto de la situación, por las gestiones que había realizado la mujer para ayudarlo. La defendieron, pero le aconsejaron evitar problemas.
Entonces, un primo de Mafalda le dio alojamiento y, al morir éste, volvió a su eterno pereguinar de propiedad en propiedad por La Arboleda. La mujer lo ayudaba en cuanto podía. Años atrás, lo buscó para regalarle un par de zapatillas y lo halló en total estado de abandono. Temiendo por su vida, decidió, junto a su nueva pareja, convertirse en los nuevos papá y mamá del tucumano.
Entonces, encaró en la Justicia la tramitación ya definitiva de su tutoría. Tras pasar ambos por una seguidilla de entrevistas psiquiátricas, informes de trabajadoras sociales, entre otros trámites, lograron el documento.
"Es muy bueno pero no me está resultando fácil su crianza. Tiene caprichos de niño y hace terribles berrinches cuando se enoja", señala la mujer, quien contó que Salvador pasó tres días sin comer ni entrar a la casa cuando uno de sus hijos, que es profesor universitario en Estados Unidos, llegó a visitar a la familia.
No todos comprenden y hay quienes cuestionan su gesto solidario. Ella aprendió de sus padres que no es de buena persona mirar para otro lado cuando hay "hermanos" que sufren.
Recuerda su hogar paterno como un sitio por el que pasaban y eran criados miles de "ajenos" desprotegidos. "El otro día vino a saludarme un hombre y se emocionó al verme. Era un primo lejano al que los Giaquinta habían dado asilo junto a su madre y hermanos", relató.