La historia está hecha de pasado. Esto suena a verdad ridícula, por lo flagrante, y sin embargo toma relevancia cuando sucede lo inusual: cuando uno descubre, recién instalados, los cimientos sobre los cuales grandes edificios habrán de levantarse.
La muerte, el domingo 7 de agosto, del filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) nos pone frente a este espectáculo: el de haber sido contemporáneos de un hombre del que van a hablar las próximas generaciones. Haber vivido en los tiempos de Bueno es como haber sido contemporáneo de Platón.
La estela del pensamiento de Bueno comenzó, para muchos, en 1970, cuando la editorial Ciencia Nueva de Madrid publicó un libro titulado El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Pocos acaso podían predecir que era el primero de una serie que iba camino a la construcción paulatina de un sistema filosófico con pocos parangones: una elaboración que iba a poner a Bueno a la altura de titanes filosóficos como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel o Marx.
El materialismo filosófico
Dos años más tarde de su “ópera prima”, Bueno iba a publicar Ensayos materialistas, un portento de 470 páginas que sentaría las bases ontológicas de su filosofía, y que en ese libro, ya se autoimponía un nombre: el “materialismo filosófico”. Allí Bueno establecía, contra el materialismo dialéctico vigente y contra todos los espiritualismos, una nueva manera de entender la materia.
Su descubrimiento –así lo llamaba el mismo filósofo–, era que había dos planos: el de la materia general (indeterminada) y el de la materia especial (mundana). Esta última está compuesta por tres géneros que conforman el “aspecto del mundo”: la materia física (M1), la materia psicológica (M2) y la materia ideal o esencial (M3).
Esa pluralidad de la materia era un hallazgo brillante, que hacía derrumbar el gran ingrediente metafísico (en sentido peyorativo) de otras filosofías: el monismo. Porque, decía Bueno inspirándose en la symploké de Platón, ni todo está relacionado con todo (monismo) ni todo está desconectado de todo. Y es gracias a eso que podemos conocer el mundo.
Un portentoso sistema
Ya puesta la piedra basal, ontológica, Bueno avanzó hacia la gnoseología, y lo hizo con su brillante y monumental “teoría del cierre categorial”, que es una lección contra las baratijas pseudofilosóficas de muchos fundamentalistas científicos.
Luego, el filósofo siguió por la antropología, con notables artículos y libros, entre los que destaca una filosofía de la religión que aún sorprende, y que pone el origen de lo religioso en los “númenes” bestiales, algo que se entiende con la fórmula: “El hombre creó a Dios a imagen de los animales”.
La obra que contenía ese estudio (El animal divino) se completó luego con otras como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión y La fe del ateo. Dio con ellas, también, una definición de su ateísmo que descolocó a los incautos, ateos y creyentes por igual.
Bueno siguió trazando arquitectónicamente su sistema, y también abarcó la ética (destacan sus libros El sentido de la vida y El mito de la felicidad), la economía y la estética. Y, por supuesto, también se metió con la política, dejando como principales, entre muchas, dos obras en espejo: El mito de la izquierda y El mito de la derecha. En ellas deja en claro, con su célebre capacidad trituradora de conceptos, que hoy en día la distinción derecha-izquierda carece de sentido.
Un filósofo en el barro
La imagen que podemos hacernos de Gustavo Bueno con este esbozo podría ser la de un “intelectual” (palabra que le repugnaba), que desde su torre de pensamiento pontifica contra la especie humana. Nada más alejado de la realidad.
El filósofo, que había nacido en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja) y estudiado en su ciudad, en Zaragoza y en Madrid, había comenzado como profesor de un instituto secundario de señoritas en Salamanca. Pero luego ganó una cátedra en la Universidad de Oviedo (Asturias), donde se instaló para siempre, y desde donde irradió su obra y creó su escuela, que hoy tiene seguidores diseminados por el mundo.
En Oviedo también, vivió episodios que mostraron su entereza. Allí fue perseguido por el franquismo, que lo consideraba “marxista”. Allí bajó una vez a las profundidades de la tierra para dar un discurso memorable a los mineros asturianos. Allí sufrió atentados de la “izquierda” y de la “derecha” (le arrojaron un bote de pintura una vez que por poco lo deja ciego). Allí también forjó discípulos que comenzaron a ramificar su filosofía. Allí fundó y dirigió publicaciones, como la notable El Basilisco.
Pero, como decíamos, Gustavo Bueno jamás le rehuyó al combate cuerpo a cuerpo con las cuestiones candentes de la actualidad. Así, se dedicó a hablar nada menos que del programa Gran Hermano y a participar de tertulias televisivas que muchos españoles hoy recuerdan, dada la vehemencia, claridad y el carácter polémico de lo que Bueno era capaz de volcar en un medio tan repelente a la filosofía como la pantalla catódica.
Esa presencia mediática fue a veces vista con desconfianza. No por nada un colega le protestó una vez al riojano que “trivializara” a la filosofía llevándola a la TV. Bueno le dio una respuesta memorable: “¿Y cuántos teoremas has demostrado tú mientras tanto?”.
Con esas apariciones televisivas –y con artículos que dejaban muchas veces “heridos ideológicos” a diestra y siniestra– el filósofo alcanzó una fama popular que le granjeó enemigos y admiradores.
Entretanto, como a hombre de dos siglos, le tocó convivir con nuevas tecnologías. Y fueron estas las que algunos de sus seguidores (especialmente su hijo, Gustavo Bueno Sánchez) utilizaron para comenzar a difundir su pensamiento. Establecida una fundación que lleva su nombre a poco que le llegó una jubilación forzada por cuestiones ideológicas, la obra de Bueno empezó a difundirse en la red con revistas digitales como El Catoblepas y con la difusión de numerosas de sus obras y videos didácticos del propio filósofo.
El legado de un gigante
Esa difusión de su obra es la que patentiza, como nunca, la potencia y la potencialidad, valga el juego de palabras, que su filosofía encierra. Sucede que el materialismo filosófico tiene tal capacidad “lumínica” que se asemeja a una herramienta, a un cincel, a un microscopio o a un martillo.
Con él se trabaja para avanzar sobre lo pedregoso del mundo de las ideas. Con él también se pone en evidencia a ciertas concepciones delirantes y divagantes de la filosofía contemporánea, muchas de las cuales ocupan con ocio autosatisfactorio las cátedras universitarias.
Como a todo individuo finito, la muerte biológica hubo de llegarle a Bueno, y esto sucedió a sus 91 años, cuando aún continuaba trabajando, escribiendo y polemizando con la misma lucidez de siempre. Su muerte llegó a los dos días del fallecimiento de su esposa. Ese gesto, involuntario quizá, mostró que “nada de lo humano le era ajeno”. Ni siquiera el amor, o más bien, el dolor que el amor ausente causa.
Con el punto final de su vida, la obra de Bueno queda en evidencia, como un legado. Un legado al que ni siquiera le hace falta esperar que corra el río de la historia. Es tan contundente que nos dice a gritos que con él ha muerto no ya el filósofo más importante de la lengua española (sí, más que Balmes, que Unamuno, que Ortega y Gasset): con él ha muerto el Platón de nuestro tiempo.