A nuestra imagen y semejanza

Viendo pasar los hechos

Hace un par de días leí que el National Institut of Health, órgano de investigación del gobierno estadounidense, avanza en el proyecto de lo que se podría denominar “híbridos humanos”. Esto es: se mezclan células pluripotenciales de embriones humanos con células de mamíferos, con el fin de obtener un animal que posea células humanas.

No estoy del todo seguro sobre la posibilidad inversa: introducir células animales en embriones humanos. Para el caso es lo mismo. El fenómeno es digno de análisis, de todos modos.

Naturalmente la referencia a la ciencia ficción se hace ineludible: La isla del Dr. Moreau o Un mundo feliz parecen estar cada día más cerca. Ahora bien, ¿es normal que así sea? ¿Qué reflexiones pueden extraerse de todo esto? Muchas y muy variadas. Propongo remitir el asunto a otro tema, que creo que está vinculado, y desde allí sacar algunas conclusiones sobre los “híbridos humanos”.

El problema de la técnica

Vivimos en una civilización que se ha denominado “tecno-científica”. Un mundo repleto de cables y pantallas, donde con sólo apretar botones obtenemos resultados casi mágicos, sin ningún asombro. La civilización tecno-científica es un modo histórico del desarrollo de Occidente. Aunque, hoy por hoy no le es exclusivo, ya que ni los talibanes se hallan ajenos a ella por más que se manifiesten contrarios: si fueran totalmente coherentes con su rechazo, no usarían fusiles de asalto ni obuses.

Se llegó a este estado por causas muy diversas. No podemos ignorar que este proceso civilizatorio ha tenido conquistas muy laudables: cuando la alergia me ataca, celebro los antihistamínicos o me alegra tener un procesador de texto para escribir esta nota.

Sin embargo, hoy por hoy, el hombre contemporáneo, a causa de la civilización técnica, tiene una distancia con las cosas naturales que resulta difícil vencer. El misterio de la vida, entendido este último concepto en términos puramente biológicos, le dice muy poco. La perfección de un árbol o una flor, las regularidades en el comportamiento de los animales frente a ciertos fenómenos climáticos, resultan prosaicos, aburridos o poco dignos de atención. Es incapaz de asombrarse, por ejemplo, con la sucesión de Fibonacci.

Esto tiene una consecuencia: cuando el hombre se asoma a la calle (y esto ocurre cada vez menos) sólo repara en las cosas fabricadas por él mismo. Asfalto, electricidad, carteles luminosos, automóviles y un largo etcétera dominan nuestro entorno. ¿Qué sucede entonces? Al verse reflejado en la obra de sus manos cree que el mundo le pertenece. Comienza a adorar lo que fabricó y se cree todopoderoso.

Eric Voegelin, gran teórico político del siglo XX, denunció que este fenómeno no era otra cosa que un nuevo gnosticismo. Es decir, una especie de nueva religión que promete que por medio de la ciencia el ser humano lo conocerá todo y, por medio de la técnica, lo podrá todo. Seremos como dioses: todopoderosos y omniscientes.

Puesto en esos términos es exactamente lo inverso de lo que sucedía en el mundo antiguo: los hombres en la antigüedad, contemplando el orden del universo, otorgaron a la naturaleza un carácter divino. Así los ríos, el mar o el mismo viento poseían el status de divinidad.

El misterio primordial

Estas palabras sobre la vida en nuestros días, que pueden sonar a exageración, tienen una concreción en los hechos que señalábamos al principio: al hombre sólo le queda fabricar algo en lo que reflejarse.

Nuevamente es en la literatura donde he encontrado una confirmación de lo anterior. En nuestro país, en el siglo XX, Leopoldo Marechal escribió una gran obra, muy poco conocida: “El poema de Robot”. Allí se preguntaba ¿quién desea fabricar un robot?

A la pregunta anterior, Marechal responde: “El hombre que construye a Robot/ necesita primero ser un Robot él mismo,/ vale decir podarse y desvestirse /de todo su misterio primordial”. Por eso es que Robot, concluye Marechal, “es un imbécil atorado de fichas/ hijo de un padre zurdo y una madre sin rosas”. Es decir, el robot es el hijo de un padre tullido, incompleto y de una mujer de mala vida.

Pero creo que Marechal se quedó corto: al hombre ya no le basta con una máquina que imite su obrar; necesita que haya en lo fabricado algo que sea propiamente suyo. Con este afán desmesurado ha traspasado las barreras de bien y mal, y se ha dado a la búsqueda de un ser a su imagen y semejanza, sin importarle que para ello deba experimentar con los seres más indefensos de todos, como lo son los embriones humanos.

Yo preguntaría a quienes se embarcan en la, desde mi perspectiva, tan deleznable tarea de experimentar sobre asuntos como estos: ¿Por qué y para qué se hacen estas cosas? La respuesta, probablemente, tendría que ver con la salud a largo plazo de la humanidad. Pero, pregunto yo nuevamente, ¿vale la sola conservación de la vida, renunciar a la vida buena? Es decir, ¿vale todo en nuestras sociedades?

Desde que perdimos la noción de que la realidad nos limita (y no sólo físicamente), perdimos también la idea de que existen cosas que no son medios para otra cosa y por ello es mejor no “jugar” con ellas. La ciencia ficción lo sabe muy bien: siempre que la técnica se apoderó (al menos en la ficción) completamente del mundo, lo dejó devastado.

Está en nosotros poner freno. Está en nosotros decir: “Se podría hacer pero no es bueno”.

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