A la escondida por las calles sanrafaelinas

La autora nos lleva al Sur provincial, al taller de zapatería de su padre y a los negocios vecinos, a las plazas en las tardes de verano, a su escuela...

Mi niñez con papá y mamá fue realmente muy feliz. Esto lo digo siempre. Muy feliz, muy mimada y cuando paso por la calle Bombal al 44, me surgen los recuerdos de esos tiempos. Hoy ediliciamente está muy parecido aunque hay cambios.

Hasta los trece años viví en esa calle Bombal y después en la Coronel Suárez. Esos fueron mis barrios en la niñez y juventud, pero lo que realmente me trae remembranzas es todo lo vivido en la Bombal.

Entre Chile e Yrigoyen. Al 44. Ahí tenía mi padre un taller de zapatería, pero no era de un zapatero remendón, sin menospreciar. Era un zapatero de alta escuela, a medida. Él hacía los zapatos y muchas personas, especialmente mujeres, encargaban sus zapatos de boda ahí.

El frente está igual. Lo único que cambió ahora es que hay un portón que suele estar abierto. Antes había dos casas antiguas a modo de departamento y nosotros vivíamos en la casa de atrás.

La calle era de tierra cuando nací, pero recuerdo cuando la asfaltaron. Debo haber tenido unos cuatro o cinco años y la circulación era de norte a sur, al revés de lo que es hoy.

Familias amigas

En la esquina estaba la familia Sánchez. Tenían una bicicletería. Es la esquina noroeste de la Yrigoyen. La casa de ellos colindaba con el negocio de mi papá. Junto a mi casa, en la parte delantera, había también una familia que era costurera.

Modistas de alta costura, de trajes de novia, de fiesta. Recuerdo haber estado ahí con doña María Cabrera de Tarazaga viendo cómo forraban los botones.

Es gente que yo quería mucho porque nosotros acá en San Rafael no teníamos parientes. Mi mamá, Andrea Zamorano, nació en Rivadavia y mi papá, Vicente Talío, criado en San Luis, pero nacido en Italia. Cuando los padres de mamá que vivían en San Rafael fueron a radicarse en Buenos Aires, mis padres decidieron casarse y quedarse en San Rafael para siempre.

Recuerdo también a doña Carmen Villalba que tenía en la esquina de Bombal y Chile un almacén. Estaba dividido por un mostrador y del otro lado tenían unas mesas rústicas a modo de bar con bancos donde muchos hombres, borrachitos del pueblo (en esa época había muchos) concurrían a beber alcohol y a comer sandwiches de mortadela.

Recuerdo también esos sandwiches de mortadela que compraba con dinero que yo le pedía a papá porque me enloquecían... eran exquisitos. Doña Carmen tenía un nieto, el ‘Nene’ Tello, él era de mi edad y era mi compinche. Recuerdo que jugábamos y a su abuela le decía Mamina.

Yo me quedé siempre con las ganas de decirle “Mamina” porque la quería mucho, así que muchos años después le enseñé a mis nietos a que me digan así.

Los juegos comunes por aquellos tiempos eran la mancha, la escondida, andábamos en bicicleta... Todo eso lo hacíamos en la calle.

¡Cómo jugábamos! Lo único que no hice fue andar en patines.

Otra familia que recuerdo como vecina de la zona es la Lafalla. Eran como diez hermanos. Eran todos más grandes. Había una hermana que era un poco más grande.

En la noche después de cena, se lavaban rápido los platos para sentarnos en el borde de la acequia y contaban cuentos de terror. Como yo era miedosa a la mitad del cuento me ponía a llorar, y mi madre nos hacía entrar bajo la protesta de mis hermanos más grandes.

También recuerdo a la famila Amigó que tenía una empresa de lunch. y junto a ellos los Marín. Los Amigó se fueron cuando tenía unos ocho años y llegó la familia Asencio que supieron tener mucho tiempo la empresa.

Ahí llegó mi gran amiga: Pura. Una chica más o menos de mi edad y entonces tuve alguien como yo para jugar.

La escuela y la calesita

Fui toda la primaria al Colegio del Carmen que quedaba a unas tres cuadras, pero mi padre nos hacía acompañar con un cadete del negocio a la entrada y salida. Cuando mi hermana creció era ella la encargada.

En esa época lo único que tenía decidido era jugar. No me gustaba ir a la escuela, era remolona, iba a jugar. No sé cómo pasaba de grado y mi mamá nos dejaba porque sabía que si no hacía la tarea las monjas me darían penitencia que generalmente era un bordado más grande porque sabían que no me gustaba.

Cuando era una niña no tenía idea de que me dedicaría a la docencia, aunque estudié para obstetra, pero no ejercí porque al fallecer mi padre tuve que buscar un trabajo y empecé a ejercer de maestra.

Claro que también me acuerdo de los cines Marconi, hoy Roma, a la vuelta de casa. Íbamos pero a mí de chica no me gustaba el cine, era muy inquieta. Mi mamá llevaba a mis hermanos al cine y yo me quedaba con mi papá.

En las noches de verano, me llevaba a la plaza 9 de Julio y había una calesita, mi papá seguro debe haberle dado plata al que cuidaba porque siempre me sacaba la sortija.

En la plaza San Martín estaba todo lo que hay hoy aunque distribuido de distinta forma. En todas las plazas había radio municipal con música. Recuerdo que la armó un amigo de la familia don Manuel García o “Manolo” o “Lolo”. Él era el locutor.

También tocaba la banda del Regimiento Militar de Cuadro Nacional. Nosotros íbamos a la plaza a escucharla, siempre en el mes tocaban una o dos veces.

Era linda la vida. Y realmente fue muy feliz y hasta el día de hoy la promoción 58 de la escuela Normal y otros conocidos nos reunimos una vez cada 15 días a tomar algo. Ahí brotan los recuerdos, anécdotas y relatos todo el tiempo. Esto es parte de mi San Rafael.

Soledad del Carmen Talío

Ex docente e inspectora técnica seccional (hoy supervisora) en Malargüe y San Rafael. Tiene 75 años; 4 hijos, 10 nietos y 2 bisnietas. Colabora en instituciones benéficas.

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