¡Oh mon dieu!

Ciento treinta y cuatro pasos y dos escalones. Los contó. Tres minutos a pie había calculado. La noche estaba ideal, había olor a verano y eso merecía mucho más que cerveza y peli en su habitación. Eso pensó mientras buscaba sus llaves con la torrecita Eiffel colgando regalo de un senegalés que las vendía a 5 por un euro.

Era abril y por ese lugar del continente las flores y el amor no se daban solos. A las primeras las plantaba el gobierno unos días antes de primavera. Al segundo era raro encontrarlo en las largas colas de la boulangerie o a la salida del metro. Todo era un poco más frío casi tanto como el invierno que había tardado dos días en llegar y más de cinco meses en irse.

Su abuela no lo hubiera entendido, su madre tampoco y la verdad es que a ella le parecía raro pero “acá la gente se conoce por tinder o happn”, le dijo una amiga que insistió “descárgatelos, es divertido”.

Esa noche la pantallita del celular se encendió. Tenía un crach que era una especie de flechazo siglo XXI. Intercambiaron nombres y encontraron el cine como tema en común. Si chatearon quince minutos es mucho. El GPS de ambos indicaba que estaban muy cerca. A tres cuadras casi o a ciento treinta y cuatro pasos y dos escalones. Los contó.

Antes de salir se miró al espejo. Era mitad de abril y estaban todos preparados para soltar prenda y desabrigarse. Ella llevaba puesto su short y mostraba sus piernas con ansiedad, con prisa y con blancura. Lo tenía preparado hacía meses esperando los veintitantos grados que hizo ese día.

Un día de tregua bastó para que los parques se llenaran de picnics y los picnics de mantitas, fromages y baguettes chaudes. La elegancia parisina -aún en los parques- se mantenía aunque los negros empezaban, de a poco,  a volverse naranjas, celestes y verdes. Eran días en que las camperas y las botas de lluvia, en el fondo del placard, miraban desconcertadas sin querer preparar la retirada.

Ella no era muy elegante. El verano era de short y ojotas pensaba y se sentía fuera de lugar. Extrañaba un poco el solcito mendocino colándose por la ventana. Pero no se quejaba. ¿Cómo hacerlo? Había pasado toda la tarde tostándose la piel después de meses de gorro y bufanda hasta la nariz. Y además, ¡estaba en París! O cerca. Al norte más bien.

Uno tras otro le venían los pensamientos mientras caminaba esos ciento treinta y cuatro pasos y dos escalones. Pensaba que la tonada menduca se notaba aún en la voz de su conciencia que pronunciaba trenticuatro. ¿Cuál sería la forma correcta según la Real Academia Española? Lo googlearía al volver a casa.

La iglesia d’Enghien era un punto de encuentro. El lago también. Pero él le dijo que vivía al costado de la primera. Al contar treinticinc… lo vió. Le pareció lindo. Nada del otro mundo. Pero lindo. Camisita, barba perfectamente recortada, impecable. Muy francés. ¡Pas mal!, pensó.

Era la primera vez que conocía a alguien por una aplicación. Y jamás se había detenido a mirar esa iglesia. Estaba a dos cuadras pero la ignoraba. Y también ignoraba qué hacer. Cómo actuar. Que se decía en esos momentos. Sintió que el francesito se sonreía -”je suis arrivé tôt, honte à moi”. No pudo evitar pensar que traducido era una especie de “llegué temprano, mala mía” y sonrío también.

Ciento treinticuatro pasos para que el francesito le callara los pensamientos y el frío retroactivo apretándola contra sí. Le dio un beso o varios. No los contó. Le puso una mano en la espalda y con la otra la agarró por detrás del cuello. No podía moverse. No quería hacerlo tampoco. Se quedó tiesa como siempre que le pasa algo inesperado. Masí, pensó. Se dejó llevar y le mordió el labio inferior por costumbre y fetiche. Como acto reflejo, él usó una mano para sujetarle las muñecas mientras que la otra la metió dentro del short. La maniobra fue tan rápida que dejó de pensar.

No se sabe cuánto tiempo pasó. No lo contó. Pensaba mientras caminaba los diez pasos de vuelta a casa. Lo que con seguridad ahora sabe esa argentinita atea es que dios y el diablo existen. Y esa noche de primavera se le manifestaron juntos en la puerta de la única iglesia de la impronunciable Ville d’Enghien Les Bains para devolverle el alma y quitarle el aliento

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