¿Enseñar a comprender textos o a comprender hechos?

En el consenso generalizado de la comunidad docente se advierte, no sin razón, que un indicador crítico de la calidad educativa es la capacidad del alumno para comprender un texto. Desde hace varias décadas, la comprensión de textos viene ocupando uno de los lugares centrales y se la considera como condición necesaria para alcanzar con éxito los objetivos pedagógicos.

Sin embargo, tales propósitos nobles e irrefutables chocan de manera frontal y contundente contra los datos de una evaluación tan simple y elemental como PISA, cuyos resultados denigran a no pocos sistemas cuando se trata de constatar la capacidad lograda por los alumnos para comprender textos.

Desde una hipótesis cognitiva, enfocando el análisis en los aspectos motivacionales y en los modelos mentales de quienes enseñan y aprenden, cabría preguntar si el docente posee el método que le permita advertir la diferencia entre comprender textos y comprender hechos. Nos referimos a la comprensión, al análisis y a la reflexión de las situaciones y hechos próximos a la vida de cada alumno (y que luego podrán ser relatados por un texto) y no a la comprensión de un texto que relata un hecho remoto.

Aquí surge que la comprensión de un texto suscitará interés si está vinculado con hechos próximos y con situaciones experimentadas por el alumno. Pero dicho interés decaerá si se relaciona con hechos remotos y lejanos a la experiencia de quien aprende.

No es que los alumnos carezcan de la capacidad de comprensión de un determinado texto; la gran mayoría seguramente posee tal capacidad. Pero es evidente que carecen de la motivación y del gusto para querer comprender ese texto. Esta carencia, que aparece como desgano por la lectura, podrá revertirse si la destreza perceptiva del docente le permite advertir en sus alumnos la proximidad o lejanía de los hechos relatados por el texto.

Advertir que primero hay que “meterse” en los hechos, comprenderlos, analizarlos, sacar conclusiones, para recién allí ir al texto, constituye un verdadero arte pedagógico. Enseñar a comprender los hechos para poder comprender la vida del texto es una condición de sutileza que puede llegar al refinamiento cuando el docente se interesa por vincularlos con las condiciones de vida, experiencias e idiosincrasia de quienes aprenden. Es muy probable que este esfuerzo llevado a cabo con paciencia, suscite un mayor interés por la lectura y favorezca gradualmente la comprensión de lo que se lee.

La experiencia de cualquier lector que gusta y ama lo que lee, refleja que el texto que motiva su lectura está lleno de vida para él y que le brinda conocimientos para disfrutar y comprenderse a sí mismo y al entorno que le rodea. Por eso, pretender la comprensión de textos sin vida es como pretender nadar sin agua. Esto explica por qué las aulas se convierten muchas veces en una suerte de natatorios vacíos.

Cuando se exige o pretende la comprensión de textos “secos” y ajenos a las situaciones vividas por el lector, desaparecen la pasión, el entusiasmo y el placer. Un texto “deshidratado” es, por tal motivo, un texto sin sensibilidad por su desvinculación con los hechos y con la experiencia del sujeto. En tal situación, se instalan un desinterés y desmotivación que desalientan e impiden la sensación gratificante para comprender lo que se lee.

Dado que la capacidad comprensiva natural es inherente a la actividad mental que emerge del entusiasmo y motivación para comprender, podemos advertir el paralelismo y la correlación entre el texto muerto y la pasividad mental generada por el aburrimiento. En consecuencia, la estrategia pedagógica ante las dificultades para lograr la comprensión de textos, debe consistir en enseñar a pensar y a reflexionar, en primer lugar, sobre los hechos y, a posteriori, sobre los textos.

Como disciplina mental, planteada de manera sencilla y acorde con la capacidad evolutiva del niño y adolescente, dicho proceso debe estar cimentado en la experiencia viva de los hechos, en el análisis y en la comparación entre las posibles consecuencias. Esto logrará la apertura del intelecto y pondrá en acción los procesos cognitivos necesarios para construir una conclusión acerca de los hechos en estudio o para dejar abierta la mente a nuevas hipótesis.

Una vez afianzado este proceso empírico inicial, y bajo la oportuna y acertada intervención docente, es muy seguro que cada alumno esté motivado y quiera comprender textos relacionados con la experiencia de los hechos y, en casos más sutiles y avanzados, sienta la confianza de poder expresar lo vivido y ensayar escribir su propio texto. Es a partir de este último estadio que el intercambio grupal de tales experiencias podrá dar lugar, mediante ensayo y error, a la sutil y valiosa experiencia de la construcción colectiva del conocimiento.

Es posible ensayar estos procesos con costo cero y es muy probable, siempre y cuando la creatividad del docente esté en acción constante, que la predisposición a la violencia escolar se atenúe, que la falta de interés vaya desapareciendo gradualmente, que la confianza para aprender y comprender se vaya afianzando y que la convivencia se transforme lentamente en ámbitos de respeto, aprendizaje y comunicación.

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.

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